Por fin. La época del año que tanto habíamos estado esperando todos. La primavera.
El álgido y muerto invierno había terminado. La vida volvía a surgir a mi alrededor, podía sentirlo. Podía sentir a mis huéspedes de vuelta, cobijándose en mí, buscando un refugio que gustosamente yo les prestaba.
Era una sensación única, eran unos días de felicidad y gozo. Días en los que notaba como mi cuerpo se reactivaba, como la savia volvía a circular con fuerza por todo mi tronco.
Estiré muy lentamente mis raíces, compactas en el manto, contraídas por el frío que todavía reinaba en el subsuelo. Y el Sol, había sol en el cielo, jamás lo había visto, pero de alguna forma, con la ayuda de algún sentido para el que creo que no existe palabra, lo sentía. Sabía que estaba ahí, él era el causante de todo este disfrute, él era quien yo recordaba como Apolo.
Apolo, nunca me abandonó, me dio la vida eterna para estar conmigo por siempre, para acariciar mis hojas con sus dulces rayos cada mañana, esos rayos que eran mi sustento.
El calor hacía que la madera de mis ramas se dilatara, el calor ponía en funcionamiento mis hormonas y no tardé en comenzar a brotar. Tímidos brotes se asomaban poco a poco, deseosos de poder crecer y convertirse en grandes y verdes hojas, o en blancas flores.
Era bonito, la primavera era bonita, nunca podré olvidar lo que me hizo sentir y lo que pude disfrutar con cada una de ellas. Todo, absolutamente todo lo que ocurría en primavera era motivo para ser feliz. Imaginaba que de aquellas sublimes flores, algún día, saldrían semillas que germinarían lejos de aquí. Tenía la ilusión de tener una descendencia, aunque lamentaba no poder disfrutar de verla.
El tiempo para mí no era tiempo. Mi mayor preocupación era disfrutar del sol y la lluvia... la lluvia... Peneo, mi padre, mi otro sustento.
Las gotas del rocío limpiaban de polvo y suciedad todo mi follaje. Resbalaban temblorosas hasta caer sobre el suelo, junto a mi tronco, y poco rato después, la humedad comenzaba a abrumar mis raíces. Los múltiples pelillos que las recubrían se tensaban como si quisieran desprenderse de mí. Poco a poco se empapaban y al penetrar en mi organismo volvía a notar otra sensación única y gozosa.
La grama y las hierbas comenzaban a cubrir los campos, sabía de su presencia. Bajo mi sombra crecían engreídas, convencidas de poder sobrevivir mejor que yo y seguras de poder quitarme el alimento. Ignorantes, no vivirían más que unos meses, hasta que dejasen semilla y hubiesen alimentado a los animales que todos los años vuelven, poblando los bosques y llenándome de vida. Luego no serían más que pasto.
También presentía a los animales. Ellos me hicieron testigo de los momentos más bellos y entrañables de sus existencias: varias parejas perdidamente enamoradas de pájaros acudían año tras año a anidar entre mis ramas; múltiples insectos me utilizaban como residencia de su efímera luna de miel; los de mayor tamaño dormían en mi tronco, refugiándose del sol que a mi me daba la vida.
La primavera era la dulce recompensa a los supervivientes del gélido invierno, vacío. Ninguna bella sensación florecía en mí más que la tristeza y la sensación de soledad. Temía, cada invierno temía. Temía la muerte, era fácil morir, por eso no podía perder la concentración, tenía que guardar al máximo las reservas, eliminar lo que no fuera necesario de mantener. Por eso en cuanto el frío comenzaba a llamar a la puerta y el otoño estaba vigente en el ambiente, el suelo se cubría de hojarasca.
Y las estaciones se sucedían continuamente, creándome emociones, por llamarlas de alguna manera, que me hacían sentir viva, emociones que daban sentido a la savia que corría por mis vasos conductores. Daban sentido a mi vida.
Pero si ahora pienso... ¿cuántas primaveras pude haber pasado plantada en aquel bosque? la mejor respuesta que encuentro es... una vida.
Fue una de esas primaveras, la última.
Un reguero se abrió paso entre el árido suelo de mi vecindad. Casualmente, chocó con mi tronco, y al contacto de aquel caudal de agua con mi corteza se produjo una reacción. ¿Magia? Podríamos llamarlo así.
El dolor me abrazó con fuerza, me apresó. El dolor, tanto tiempo sin sentir dolor, pero todavía recordaba lo que era.
Frescor, humedad, olor a campo y a tierra mojada. Desconcierto, luz, viento y... pájaros. Gráciles pájaros entonando complejos ritmos y melodías, creando un ambiente de acordes perfectamente afinados. Eran ellos, eran mis amigos.
Me escandalizó sobre todo la respiración, el aire entraba en mis pulmones, que se hinchaban bajo mi abultado seno de mujer.
No había echado en falta la vista, habían pasado años... tal vez siglos en la más absoluta de las oscuridades, pero no necesitaba ojos para ver todo aquello que me hacía disfrutar, tenía muchos otros medios para sentirlo.
Me costó relacionar todo aquello que me había acontecido durante mi vida como árbol con todo lo que veía. Ahora todas esas emociones tenían forma y color.
Subí mi testa, y mis ojos se deslumbraron con el Sol. Con Apolo.
De repente recordé todo lo que había sucedido hacía tantísimo tiempo.
Sin quererlo, mis ojos se dirigieron a mi costado. Contemplé una cicatriz, una herida de flecha. Eros. Eros, dios griego del amor, me clavó aquella flecha de hierro para que odiase a Apolo, cuya piel también había sido atravesada por otra flecha, de oro esta vez, y por eso me amó incondicionalmente.
Pero esa herida estaba sanada, ¿cómo no podría yo amar a quien me había estado manteniendo viva durante tantos años y quien me había estado proporcionando las emociones más bellas? ¿Cómo podría no amar a alguien que nunca me había abandonado?
Como ya dije, la herida estaba curada, y cicatrizada también.
Me asusté al sentir mi cabello resbalar sobre mi hombro y caer frente a mi rostro. Estaba enmarañado y tenía hojas enredadas. Despacio y con paciencia, fui recordando cómo mandar las órdenes a los músculos para que se movieran y así retomé mi psicomotricidad.
Me apoyé en las palmas de las manos, estaba en la orilla del débil reguero que me había devuelto mi forma humana. Un reguero, un pequeño río, era mi padre, Peneo. Él me había convertido en árbol cuando se lo pedí, y supo que me gustaría volver a ser ninfa.
Pasé un día entero en el mismo lugar de mi transformación, disfrutando con mi piel de las caricias de Apolo, recordando el vibrar de las cuerdas de aquel elegante y bello instrumento que tan bien sabía hacer sonar.
Cuando llegó la noche, llegó la tristeza, y sin control alguno sobre mis emociones lloré. Lloré inconsolablemente vertiendo mis lágrimas sobre el reguero de mi padre.
Recapacité. Ahora podía moverme, tenía otras ventajas distintas a las que tenía cuando era un árbol, un árbol con hojas de tamaño mediano y puntiagudas que habían coronado a los más grandes triunfadores, un árbol conocido como laurel. ¿Acaso iba a hacer exactamente lo mismo que llevaba haciendo cuando estaba supeditada al mantillo? ¿Disfrutar con el sol y llorar con su ausencia?
Para algo se habría acordado mi padre de mí, para algo me habría devuelto a mi forma de ninfa, a la forma con la que se me conocía como Dafne. Tenía que haber algo útil que pudiera hacer solo con brazos y piernas.
Me levanté y di un paseo por el bosque.
Pasé días andando, días disfrutando de los animales, quienes me reconocían. Los pájaros se posaban sobre mi cabeza y mis hombros, sabían que era el laurel en el que habían estado anidando año tras año. Yo también sabía que eran ellos.
Aprendí a disfrutar del bosque, de la naturaleza y de la vida de una nueva forma, desde otro punto de vista. Aprendí a bailar bajo la lluvia y bajo el Sol, o mejor dicho, con el Sol, con Apolo, con mi amado Apolo, a quien no amé en su momento y de quien jamás me podré olvidar.
Pasados pocos días desde mi transformación, mientras correteaba con unos cervatillos jóvenes y vigorosos, topé con algo que me dejó sin respiración, con algo que me enterneció y me llenó los ojos de lágrimas de la emoción. Era un pequeño laurel, un pequeño arbolillo que tuvo su origen en mis ramas, era mi fruto, mi hijo.
Había más, más pequeños laureles. Mis pequeños laureles.
Pensaba que no se podía ser más feliz. Aún así, seguía sin encontrar el motivo por el que me había transformado. Y he lo ahí. Un estruendoso ruido retumbó en mis tímpanos. Corrí hacia él, y... ¡cuál fue mi espanto al ver semejante masacre!
Eran unos ocho hombres, cargados de armas de tortura que talaban sin compasión altos y bellos árboles. ¿Por qué? Eran mis vecinos, eran mis amigos, ¡eran mis hijos!
Entonces supe cual era mi destino. Pues, ¿qué hombre humano podía resistirse al atractivo cuerpo de tan bella ninfa despojada de cualquier tipo de indumentarias?
Solo esperaba que aquellos hombres que deseaban acabar con la vida de esas plantas, hubieran disfrutado de los encantos de mi amado lo suficiente, pues bajo tierra, en el mantillo del que los árboles se alimentan, nunca brilla el Sol.
Andrea París