AndreaParís
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Relato

NO ES EL DOLOR LO QUE ME HACE SUFRIR - HERMES Nº 14

 

Lentamente comencé a separar mis largas y rizadas pestañas las cuales habían permanecido entrelazadas, como las fauces de la bestia más fiera y bella, durante toda la noche. Mis párpados, vagos y poco dispuestos, permitían que poco a poco la luz se filtrara y llegara hasta mis radiantes pupilas negras, rodeadas por un lazo cuyo color podría enamorar hasta al caballero más duro e imbatible, un azul en el que se podían distinguir multitud de diversos tonos, una gama extensa de colores fríos, pero perfectamente complementados con mi mirada dulce y cálida.

 

Moví los brazos y acaricié las suaves sábanas sobre las que había dormido esa noche, esperaba que mi brazo topase con un cuerpo humano masculino, pero no lo hizo. Giré la cabeza y contemplé la parte restante del catre, vacío. Observé la ventana entreabierta y las cortinas veraniegas que se movían ágil y ligeramente por el viento que entraba en la habitación. Los rayos del sol se filtraban por los cristales, iluminándome y creando una sensación de calidez muy agradable sobre mi cuerpo. Aprecié que el ángulo que creaban los rayos con respecto al suelo era muy escaso, por lo que deduje que todavía era temprano.

 

Me moví con la elegancia y suavidad que me caracteriza, dejando mis piernas resbalar sobre las sábanas y caer al suelo sin crear el mínimo ruido. Me erguí y esperé unos minutos antes de ponerme en pie. Intenté colocarme el pelo, desenredándolo con mis temblorosos dedos. Caminé hacia un espejo cuyas dimensiones permitían verme de pies a cabeza. No pude evitar que una lágrima se resbalara por mi mejilla, dejando un rastro serpenteante y húmedo. Ante mí se imponía la imagen de una mujer, una mujer hermosa y bella despojada de sus indumentarias, vistiendo únicamente ropa interior. Había algo más que una chica bonita en ese espejo, algo que me hacía sentir estúpida, me hacía sentir dolida. En efecto ese reflejo me pertenecía, era mi imagen, y debería alegrarme el ser tan afortunada de poseer tal belleza, pero, sin embargo, mis pupilas sólo podían enfocar las costillas fácilmente visibles por la delgadez, sólo me permitía ver aquellas heridas y cicatrices. Era una estúpida y algo más, era una estúpida enamorada.

 

Abrí el armario y tomé una camiseta holgada y unos vaqueros que se ceñían perfectamente a mi figura. Retrocedí unos pasos y me senté sobre el colchón. Mis ojos, todavía vidriosos y lacrimosos, delataban mi tristeza. No tenía derecho a quejarme de mi vida, yo lo había escogido, y si alguien tenía la culpa esa era yo. Reviví en mi mente el momento en el que pude elegir, pude optar por una vida feliz, una vida corriente, pero elegí el otro camino, elegí sufrir, y no era ni más ni menos que lo que me había encontrado. Si no era lo que yo quería, entonces ¿por qué no me decanté por mi otra opción? Desde el principio era consciente de a lo que me enfrentaba, ahora ya era demasiado tarde para cambiar.

 

Caminaba sigilosa, con miedo. Inspeccionaba las habitaciones con la mirada antes de entrar en una de ellas. Oí un estruendo y me exalté. Provenía de la cocina, me dirigí hacia ella.

 

Estaba ahí, recogiendo las cajas de cereales que había tirado. Su torso tonificado estaba desnudo, de su cuello colgaba una larga cadena plateada con un símbolo que caía y golpeaba suavemente su pecho. Vestía únicamente unos vaqueros, lo suficientemente bajos como para ver parte de su ropa interior. Tampoco calzaba nada.

 

¿Cómo podía ser? amar a alguien así, a alguien cuyas manos habían estado más de una vez manchadas de sangre, de mi sangre. No era un amor racional, sabía que no debía de haber empezado esta historia, desde el principio supe que no debería haberla buscado, y sin embargo lo hice, lo hice y lo seguía haciendo en vez de buscar ayuda, me mentía diciendo que todo iba bien, sabía que no. Era algo más bien físico.

 

Todo de él me hacia querer estar a su lado.

 

Notó mi presencia, me vio. Aquellos ojos, siempre desafiantes, tiernos a la vez que traicioneros y peligrosos. Parecían dos bolas de regaliz recubiertas de caramelo. Su cabello corto y oscuro le favorecía mucho a la forma de su cara, un semblante perfecto.

 

Me apoyé en el marco de la puerta y me ruboricé. Se acercó y me estremecí al comprobar de nuevo con tan solo la mirada, la imponente fuerza de sus brazos, los cuales me rodearon y apresaron en un gesto afectuoso. Una lágrima resbaló por mi mejilla.

 

Besó mi cuello, el tacto de sus labios en mi piel me produjo una sensación agradable, aunque me recorrió el cuerpo un escalofrío. Me relajé un poco y apoyé la cabeza en su duro hombro.

 

Era asqueroso, me susurraba al oído cosas lindas que quería oír. Intentaba engañarme repitiéndome que aquellas palabras que con certeza sabía que eran falsas, formaban parte de una realidad. Pero se anteponía la evidencia.

 

La cabeza me iba a estallar, no soportaba más esa sensación, ese estado en el que quiero separarme, quiero recuperar mi vida, pero no puedo. Lo peor es que lo único que no me permite volver a la normalidad, soy yo, porque en el fondo no quiero. Eso me molesta todavía más.

 

Decidí luchar, luchar contra mis deseos, decidí recuperar aquello que yo sola me estaba arrebatando: mi familia, mis amigos, mi hogar, mi forma de ser... debía hacerme valer y respetar.

 

Separé mi cuerpo del suyo, noté como aquella fuente de calor se distanciaba de mi piel. En mi cabeza solo se escuchaba una frase: “Ánimo, un poco de fuerza de voluntad.”

 

Levanté la cabeza, sentí que crecía, que me hacía más fuerte que ganaba poder, estaba recuperando mi dignidad. Mi mirada atravesó sus ojos como las balas atraviesan el pecho de luchadores en el campo de batalla. De repente sentí frío.

 

“Se acabó, no puedo más con esto.”

 

Me sentí orgullosa de las palabras que salieron de mi boca. No podía arrepentirme, ya no, si lo hacía me pegaría y maltrataría más de lo que hacía normalmente cuando me negaba a hacer cosas que, finalmente, acababa haciendo.

 

Pareció sorprendido al escucharme, pero después rió. Por su puesto su risa era totalmente sarcástica, el miedo se apoderaba de nuevo de mí, pero no quise permitirlo, debía ser fuerte. Volví a crecer.

 

“Ilusa”.

 

Ese podría haber sido uno de sus múltiples insultos, sin embargo, fue mucho más, fue la última palabra que escuché.

 

Andrea Paris

 

 

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