AndreaParís
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¿Verdad o ficción?

Me encontraba sola, inmóvil, aterrada en la inmensa oscuridad de un enorme corredor. Notaba cómo mi corazón luchaba por salir de mi pecho, como me golpeaba desesperadamente. Mi respiración era irregular, agitada y propia de alguien débil, alguien que tenía algo que temer.

 

Me giré para ver qué había tras de mí, pero sólo vi oscuridad. Miré hacia el frente de nuevo con un movimiento brusco de testa; tenía miedo, sabía que había algo a mi alrededor, pero no vi mas que dos paredes blancas que iban a morir en un punto lejano en la oscuridad.

 

Retrocedí lentamente y toqué una pared del estrecho pasillo. Me protegí las espaldas con ella, así me sentía un poco más segura. Mi respiración estaba fatigada, y mi corazón se había convertido en un metrónomo atolondrado y confundido.

 

Me temblaban los dedos, apreté el puño con fuerza para que parasen. Sentí frío y mi piel se erizó de manera desagradable. Tenía ganas de vomitar, me dolía el estómago, era como como si me hubieran pegado un puñetazo en la barriga. Me encontraba muy mareada y exhausta, apenas podía ver y pensar con claridad.

 

Avancé unos pasos hacia adelante, pero la oscuridad y el miedo a lo desconocido me hizo retroceder de nuevo y buscar el apoyo de la pared. No sé cómo no topé con ella. La busqué con la mano, mas no la encontré. Quise volverme, tenía la necesidad de comprobar su ausencia con mis ojos porque, ingenuamente, me fiaba de ellos.

 

Antes de poder girarme, unos brazos fuertes me apresaron. Absorbí con fuerza el aire más cercano a mi nariz y tensé inconscientemente los músculos de mi cuerpo. Me habían rodeado la cintura y agarrado las muñecas con fuerza, tanta que comenzaba a notar hormiguitas corretear por mis dedos.

 

Sentí una risa irónica y desganada en mi oreja, no era si quiera parecido a una carcajada, era un ruido gutural y espeluznante.

 

-Muñecas como tú no deberían rondar por aquí solas... porque hay chicos como yo que...

 

Intenté de todas las formas posible separarme de él: pataleé, me agité, tiré con todas mis fuerzas. Empero, sus brazos de hierro no me permitían moverme, no cedían ni un solo milímetro. Estaba atada, apresada en sus manos.

 

-... que les gusta jugar.

 

Con la voz ahogada en las lágrimas que caían por mis mejillas, no pude decir nada. Mis fuerzas se desvanecieron cuando sentí sus labios cálidos encontrarse con los míos. Igual que a Samson cuando le cortaron el cabello, me sentí débil, indefensa, me sentí tonta.

 

-¿Jugamos? -Me preguntó al separar sus labios de mi boca y dirigirlos hacia mi cuello para que pudiera escuchar aquella propuesta que formuló con tanta timidez.

 

Acto seguido me tiró de la mano y me empujó al centro de la carretera.

 

Me costaba darme cuenta de lo que pasaba, tal vez porque fuera un sueño, o tal vez porque estaba bajo los efectos de las grandes cantidades de alcohol que había ingerido con anterioridad. En ese momento desconocía la razón, pero me costó caro.

 

Las luces al fondo del corredor, el sonido de derrapes... dos faros se dirigían hacia mí a toda velocidad. Me quedé mirándolos, extasiada bajo los encantos de las luces blancas. Cuando pude darme cuenta de que se trataba de un vehículo, quise correr, quise escapar... le escuché gritar blasfemias y maldiciones.

 

Sentí el impacto.

 

 

 

-Buenos días dormilona.

 

Sonreí al darme cuenta que todo lo que había pasado, no había sido más que una pesadilla.

 

Abrí los ojos, pero no vi nada más allá de la oscuridad. Cada mañana me sucedía lo mismo, olvidaba que había perdido la vista en aquel accidente. Deseaba volver a ver, deseaba poder ver de nuevo su cara: sus ojos tiernos de canela y sus labios carmín. Su alborotado pelo liso, corto y negro.

 

-¿Qué tal la noche?

 

-Bien, pero mejor el despertar. -Guiñé un ojo. Escuché su risa.

 

-Vamos a desayunar.

 

El día transcurría como cualquier otro. Con frecuencia topaba con objetos, intentaba caminar poco, pero no podía. Era muy nerviosa y tenía la necesidad de salir, de dar una vuelta.

 

-Voy a tomar el aire. Luego vuelvo.

 

-Voy contigo, no puedo dejarte sola por si te pasa algo, o te pierdes...

 

-Sí, ven.

 

Salí por la puerta acompañada de él.

 

Olía el aire caliente. Sentía la brisa, escuchaba los coches, los pájaros y los gritos de los niños en el parque. Escuché un sonido hermoso y bello que procedía de la acera. Me acerqué hacia él. Era inconfundiblemente una flauta travesera.

 

Esperé a que el intérprete finalizara su obra, esperé a escuchar aquella Cadencia Perfecta que me otorgara la tranquilidad después de los agobiantes aunque bellos pasajes de semicorcheas y fusas.

 

Una vez hubo terminado aplaudí y sonreí.

 

-Es usted un verdadero virtuoso.

 

-Virtuosa -me corrigió una voz femenina- muchas gracias. -Sentí el deje de su sonrisa.

 

-Vamos Gale, échala dinero, se lo ha merecido.

 

Escuché el sonido metálico de las monedas sobre más monedas al caer.

 

Nos retiramos y fuimos a pasear al parque.

 

-Si recupero la vista voy a tocar la flauta.

 

No obtuve contestación. Sabía que no la iba a recuperar.

 

-Vamos Gale, tú podrías tocar el piano también. -Reí, pero sola.

 

-¿Gale? Holaaaa -continué sin recibir una contestación.

 

Empecé a preocuparme.

 

-¿Gale? ¡Gale! Dios mío, ¿dónde te has metido?

 

Me puse nerviosa, comencé a andar dando tumbos, sin rumbo alguno, chocándome con todo lo que se interponía en mi camino.

 

-¡Gale! -Le llamaba.

 

Alguien me cogió la mano.

 

-Dios Gale, ¿dónde te habías metido? me has dado un susto de muerte.

 

No me respondieron.

 

-Estás poco hablador hoy ¿eh?

 

Tampoco me respondieron.

 

-Gale, ¿eres tú?

 

La mano tiró de mí y me guió.

 

-¿Dónde me llevas Gale?

 

No me contestaron.

 

Sentí que el clima se enfriaba, olfateaba el frescor de los árboles y la humedad de los arroyos que sonaban correr sin cesar.

 

Escuché el dulce sonido de la flauta de nuevo. No tocaba sola. Flauta y arpa se blandían en un duelo por el protagonismo, unían sus timbres para crear algo bello que causaba el gozo de mis oídos. Reconocía con facilidad ese concierto de Mozart, el K.299. Mi favorito.

 

-¿Dónde estoy Gale? Esto no es el parque.

 

-Es cierto, no es el parque. -No era la voz de mi amado.

 

-¿Quién eres? -Dije sobresaltada e intentando liberarme de su fuerte garra.

 

-Tranquila. Soy Lord Haimud, rey de Rusgüiz.

 

-¿Qué?

 

-Siente la música, ella es la magia. Siente este lugar, no puedes verlo pero sí sentirlo. No es tu realidad, es la mía.

 

-Rusgüiz... -Todavía no sé cómo pronuncié aquel nombre a la primera y bien.

 

Sentí... sentí... escuché pájaros... no, ¡eran piccolos! no, no, eran alegres jilgueros entonando complejos trinos... ¡que no! juraría que eran flautines...

 

Escuchaba el viento... no, ¡eran violines! no, no, eran los agudos soplos del aire que movían las hojas del espeso follaje... ¡que no! juraría que eran violines y violas...

 

Escuché el agua. ¿A caso era un arpa?

 

Escuché aullidos lejanos ¿o eran clarinetes haciendo un glissando?

 

Escuché relámpagos ¿o trompas?

 

Estaba confundida, ¿a caso estaba en un lugar mágico, o en un auditorio? con el tiempo comprendí que ambos términos eran sinónimos.

 

Me tumbé en la hierva fresca y me quedé dormida mientras escuchaba el concierto de Mozart. Tuve la sensación de que había comenzado a soñar de nuevo.

  

 

-Sentimos decirles que no va a despertar. En el accidente no solo se vio afectado el nervio óptico, sino todo el sistema locomotor.

 

Llantos.

 

-Hágalo doctor. -La voz de mi madre.- No es lógico mantener esto más tiempo. Apague la máquina.

 

El negro se apoderó por completo de mi cuerpo. La música cesó, me entristeció saber que la flauta no volvería a sonar jamás en mi interior.

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